Unas semanas después, luego de soñar con ella día y noche, como
por arte de magia me la encontré.
No tenía nada de ella, porque la cinta de la grabación de su
historia por alguna razón se había estropeado y nunca la pude reproducir. Así
que con serias dudas de que hubiese sido real, ella estaba allí y no lo podía
creer.
En el lugar menos pensado.
Era de tarde y la lluvia que había empezado hacía un par de días no daba
tregua. Cada tanto el sol se asomaba clandestinamente hasta que la lluvia lo
volvía a interceptar. Yo llevaba mucha prisa, con mi esposa teníamos una cita
en un restaurant de moda para cenar con una pareja de amigos. Tenía como media
hora de retraso y para empeorar las cosas, todos alrededor parecían llevar el
mismo afán, por lo cual los trescientos metros que tenía que caminar para llegar
a donde tenía el auto aparcado, se volvieron infernales. Y cual si fuera el
infierno, el mismo diablo se hizo presente. Ahí estaba ella, desencajando de la
multitud y de la monotonía. Parecía que tenía una porción de viento reservado
para ella, porque su pelo, brillante y hermoso se agitaba de un lado a otro. La
lluvia no la había tocado tampoco, de hecho había dejado de llover en ese
instante. Estaba inmóvil, con una mano en la cadera, parada en medio de la
acera. Nadie la empujaba, nadie la rozaba, tampoco reparaban en ella, ahora que
lo pienso era como si solo yo la estuviese viendo. Sonreía sexy y
descaradamente y para mí el mundo se detuvo exactamente alrededor de ella.
-
Hola
periodista – me dijo levantando coquetamente una mano.
-
¿Qué
haces aquí? – no sé porque diablo pregunté eso.
Ahí estaba, la mujer de mis fantasías, observándome con deseo (al
menos eso quería creer yo) Tuve el impulso de besarla pero me contuve y aguardé
su respuesta.
-
Acabo
de terminar un trabajo – me dijo tajante pero amable.
No quise
preguntar más porque tenía presente el hecho de haberla conocido mientras
estaba esposada en la delegación y nunca supe cuáles fueron los cargos. Me
estaba armando de valor para invitarle una copa cuando la sirena de una
ambulancia interrumpió mis pensamientos. Noté que las personas se movían con
prisa porque algo había ocurrido una calle adelante. Tendría que haberme
interesado porque me dedico a las crónicas urbanas, accidentes, asaltos o
cualquier actividad violenta, pero no, solo me interesaba ella.
Sin decir
ninguna palabra, se acercó más de lo debido a mi cuerpo, pude sentir sus senos
turgentes contra mi pecho y su mano acariciando mi abdomen y descendiendo,
rosando mi entrepierna y extrayendo de uno de los bolsillos de mi pantalón mi
cajetilla de cigarrillos. Sacó uno, se lo llevó a los labios y devolvió la
cajetilla al mismo bolsillo, rosando ésta vez con más detenimiento mi erección.
Por un segundo me pude perder en el exquisito olor de su pelo, cuyos mechones
el viento había hecho que azotaran mi cara – No te imaginas todos los sueños
que tuve contigo – le dije sin medir mis palabras.
Se separó de
mí para que le encendiera el cigarrillo. Comenzó a fumar y mirándome por el
rabillo del ojo me dijo – Las fantasías nos liberan o nos condenan – y comenzó
a relatarme algo:
Una fantasía inesperada
Y sin embargo, seguía lloviendo cuando él se dispuso a subir al
ómnibus.
Muchas personas a bordo pero no más de lo habitual, por lo que
quizás él podría encontrar un asiento vacío y de hecho así fue, como un día de suerte, donde precisamente le
tocaba una hermosa compañera de viaje, cuyo perfume lo invitaba a acercarse aún
más de lo convencional.
Trecientos metros después de que el ómnibus reanudara la marcha,
la señorita, ahora objeto de sus fantasías, se levantó, tocó el timbre y se
bajó en una de esas tantas calles poco memorables que se perdían en la ciudad.
Pero el perfume siguió presente en el registro de Matías, hasta que algo lo sacudió abruptamente de sus
sueños. Fue como el atropello demoledor de un enorme animal que olía a… comida
refrita. Con cierta cautela, como si temiera lo peor, giró lentamente la cabeza
para descubrir a quien se acababa de sentar junto a él, sus ojos lentamente
iban descubriendo unos enormes muslos que lo obligaban a cerrar las piernas más
de lo usual. Y no podía evitar la repulsión que invadía su espacio. Una mujer
de unos 120 kilos ahora reemplazaba a la joven, que unos minutos atrás lo
invitaba a soñar, simplemente la excitación
se había esfumado en el aliento sofocado de su nueva acompañante. Y cuando
al fin se encontró con un rostro, duro y fruncido, la mujer levanto el mentón
en un ademán desafiante. Era como un rinoceronte embravecido, pensó él, quien
no tenía nada que decir y aunque así hubiese sido, jamás lo habría hecho pues
terminó bajando la cabeza y desde lo bajo, mirando la lluvia que golpeaba la
ventana. Ganas de huir.
Se quedó dormido por un par minutos hasta que el frenazo del
ómnibus lo trajo violentamente al mundo tangible. Sin embargo, sus ojos estaban empañados ahora,
como si la visión de la ventana se le hubiera quedado impregnada en la retina y
fue ahí cuando en medio de esa neblina confusa vio una silueta extraña abordar
el ómnibus, abrió y cerró los ojos varias veces para que la imagen se volviera
más nítida. La silueta era un hombre de unos 30 años, vestido con ropa de obrero,
era muy alto y delgado, era como si hubiesen estirado su cuerpo más allá de su
volumen corporal, olvidando las proporciones estéticamente permitidas, pero eso
no era lo más inquietante, si no la motosierra que traía oscilando en su mano
izquierda, como si se tratase de un objeto cualquiera. Intentó encontrar los
ojos en esa cara confusa, quería encontrarle algún indicio de desquicies en la mirada.
A media hora de distancia de su destino, la lluvia castigaba con
fuerza la calle y había una tensión enclaustrada dentro del ómnibus, en el cual
él miraba continuamente en dirección al hombre parado con la motosierra en la
mano y pensaba – Quizás no se sienta
porque es más fácil empezar un ataque desde esa perspectiva – Un ataque? – se
sorprendía pensando.
El hombre de la motosierra también se perdía en sus pensamientos y
miraba el interior del ómnibus a través del reflejo de la ventana empañada.
Todas y cada una de las personas, tantas historias reunidas en un solo lugar
creando una sola e irrepetible historia llena de instantes distantes unos de
otros.
De pronto un motor sonó seco y ronco rompiendo la monotonía de los
sonidos habituales de la calle, a pesar de los truenos, a pesar de las
conversaciones y la música en los auriculares, fue un sonido que congeló el
mundo.
El hombre de la motosierra ésta ves dejó ver su sonrisa furibunda
y su mirada condenada y giró con una frialdad absoluta, moviendo la motosierra
como un cirujano mueve el bisturí, dibujando ésta ves promesas de muerte
certera.
El sentía que el miedo era su más poderoso compañero y solo
imaginaba que la mujer gorda que lo acompañaba sería un escudo perfecto que lo
libraría de unos segundos de dolor, porque no habría escapatoria, todo se
desarrollaba a una velocidad tal que los gritos no llegaban a opacar el llanto,
era como si todos conocieran con desoladora certeza el destino de sangre que
los aguardaba.
Ahora las ventanas se empañaban con el aliento del miedo y a
continuación la lluvia afuera era rojo rubí. Inútilmente algunos se escabullían
debajo de los asientos, mientras las puertas no se abrían y la marcha no
paraba, era una prisión cuyas sentencias se cumplían en una fracción de
segundo.
Él veía los veintiséis años de su vida escabullirse sin clemencia,
como la arena se escabullía de sus manos un día en la playa, unos años atrás,
un día feliz, porque estaba vivo y las amenazas estaban lejos.
Entonces… al fin el ómnibus detuvo la marcha, lentamente, como si
la fuerza de unos pies inertes se haya ido acabando y finalmente la inercia
fuese interrumpida por algún encuentro obstaculizador, pero con un simple y
seco golpe. El motor de la motosierra ya no se escuchaba, ya no había gritos ni
llanto, el cuerpo de la mujer a su lado era tibio y se movía… entonces él salió
de su ensoñación como si hubiera estado en un trance macabro.
Se oían las voces de personas hablando y él fue elevando la
mirada, no había lluvia roja, no había miedo, todo estaba como lo había dejado
antes de fundirse en sus oscuras fantasías.
El hombre de la motosierra en ese preciso momento estaba descendiendo
del ómnibus, regresaba a casa luego de un largo día de trabajo.
Y ahora también EL llegaba a su destino, sonreía mientras pisaba
la acera y respiraba hondo pensando que finalmente estaba vivo. Una tarde de
lluvia, una bella compañera, luego la intromisión grosera a sus fantasías de
una mujer desagradable, un asesino en serie y unos rayos de sol rompiendo las
nubes creando un cuadro de incongruente apatía.
El semáforo se puso en rojo y EL cruzaba la avenida aún con media
sonrisa contenida en su rostro. Llegó al paseo central y el semáforo habilitó
el tránsito, aceleró el paso dando grandes zancadas y mirando en dirección a
los vehículos que avanzaban hacia él, cuando imprevistamente una moto en su
mismo afán, y con su mismo objetivo, se adelantó impactando contra su cuerpo,
el cual salió despedido y cayó en el asfalto mojado, donde un gran camión iba
sellando su paso.
Entonces el pavimento se tiñó de rojo.
Me desperté y no podía recordar nada, bueno algo, la noche
anterior en el restaurant, estaba mi esposa y mis amigos y yo me había
embriagado. Pero antes de eso… Sí, me había encontrado con ella, Asexina, quien
me contó una extraña historia y luego empezó a llover y se perdió en la multitud.
Se había fumado todos mis cigarrillos, pero había algo más, una sensación de angustia.
Terminé de levantarme y empecé a leer el periódico. El titular
decía acerca de un accidente que había ocurrido el día anterior “Moto cierra el paso de un hombre y produce
un accidente de tránsito con derivación fatal…”
Me quedé helado recordando lo último que ella me dijo concluyendo
su historia:
¿La vida está llena de señales o de presagios, o hay una psicosis
que antecede la muerte? Como sea, El había llegado a su destino.
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